La promesa del verano

Valentín Muro
Cómo funcionan las cosas
7 min readApr 9, 2022

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Creo que nunca sentí genuina nostalgia por el verano.

O, mucho más probablemente, quizá la última vez que eso sucedió fue hace tanto tiempo que lo olvidé y borré cualquiera de sus marcas en mi persona.

Ninguna duda queda respecto de que la memoria no es como un videoclub del que tomamos un cassette cualquiera luego de que llame nuestra atención, miramos en la tapa si reconocemos alguna cara y luego lo damos vuelta para ver si algo del otro lado nos termina de convencer. Llegamos a casa y rememoramos entonces algo que a pesar de alguna nominación probablemente no se haya llevado ninguna estatuilla.

La memoria es mucho más caprichosa. Seguramente sea mucho más como esas copias de copias de copias que quedaron en algún cajón. Alguna vez guardaron esa película que pasaron en la tele, que luego quedó cortada por esa vez que papá salió hablando en las noticias, con un inesperado interludio musical que grabamos de MTV y finalmente alguna que otra cosa que ingenuamente pensamos que alguna vez volveríamos a querer mirar.

La memoria es un popurrí, es un collage de lo que encontramos en revistas de la mala, buena y mediocre memoria y reordenamos de una manera que nos pareció que más o menos podía funcionar. Cuando la sacamos del cajón para mostrarle a alguien más alguna de sus páginas nos damos cuenta de que la vieja plasticola cedió y no recordamos bien en qué orden iba cada recorte. No hacemos mucho más esfuerzo del necesario para que se vea presentable y pasamos a otra cosa.

O quizá la memoria sea una de esas cosas en las que creemos porque de lo contrario no sabríamos bien a qué aferrarnos para enfrentar lo desconocido. En ella podemos encontrar algo con lo que taparnos cuando hace frío o una soga de escape cuando tan adentro nos metimos de la cueva que ya no llega ni el reflejo del reflejo y el aire ya no se siente igual.

Quizá sea por todo eso que me cuesta recordar veranos, aunque los que recuerdo parecen estar todavía en su caja, en estado prístino, perfecto para coleccionistas. DVD, HD-DVD, Bluray, 4K, 8K y la mar en coche.

Supongo que mi memoria aprendió a cuidarme también. Porque pronto a visitar por primera vez en dos años la ciudad en la que nací, me preparó una playlist con todo eso que hace tan fácil añorar un verano.

Nunca me fue particularmente sencillo entender a quienes al momento de recordar su adolescencia preferirían volver a aquellos años que enfrentar una vida adulta en la que, a pesar de todo, pueden comprar alcohol con su propio dinero.

Del mismo modo en que ninguna cosmología aceptaría saltar del momento en que el planeta Tierra se comenzó a enfriar hasta el momento en que a alguien se le ocurrió inventar la tostadora eléctrica — indiscutiblemente el punto más alto en la historia de nuestra patética y cómica especie — nadie aceptaría como válido un recorte de mi vida en el que de mi cumpleaños número diez u once la pantalla se volviera negra y pasara a la primera vez que hablé en público acerca de alguna de las cosas que me interesaban.

Es decir, no sería justo que recortara una década entera de las tres que llevo vividas. Pero cómo me tienta.

Durante el verano, en aquellos años, el orden de los otros nueve meses se desfiguraba en otro, eso sí, mucho más amable. De años en los que pasaba de lunes a viernes, de ocho a cinco, en el colegio técnico, sin amigos más que por un momento, al principio, y luego sin otra experiencia que el abuso constante por parte de quienquiera que me cruzara, el verano representaba una especial anarquía en la que nada de eso importaba.

El verano era subirme a la bicicleta y hacer tres kilómetros hasta lo de Ayrton, y si hacía falta, tres de vuelta. El verano era no volver, no dormir, no pensar más que en lo que había que pensar. Era no tener futuro porque el futuro parecía no ser algo en lo que hubiera que pensar. El verano duraba cinco, seis, ocho años, no lo sé. El verano era interminable hasta que se terminaba.

No tenía amigos, pero tenía a mi mejor amigo. Y por rebote terminaba con un montón de otras personas que también se burlaban de mi ridícula otredad. Pero yo feliz, y lo digo con una mano en el corazón, aunque solo metafóricamente porque escribo con las dos sobre el teclado.

Yo feliz porque al menos hay cierta forma de ridículo que nos conecta, que nos vuelve uno más — aunque no lo seamos. Muchos años después, y con el privilegio de ya ser viejo, creo que entiendo todo un poco mejor. Y me siento especialmente impresionado de que alguien alguna vez me haya soportado.

Andar en bicicleta no era un detalle menor. No por nada parece capturar perfectamente lo que significa la adolescencia. Tener un medio de transporte propio, que nunca se queda sin combustible, supone una mejor definición de libertad que cualquiera de la que puedan esbozar la mejor de las constituciones.

Tomamos la bicicleta, y no hay límite. Quizá nos cansemos, quizá nos agarre hambre, quizá nos aburramos y queramos volver a casa, pero nada puede pararnos si contra eso sabemos pedalear.

Por suerte creo que mi memoria conservó bien bastantes de estos cassettes, porque ahora puedo ponerlos cada tanto y a pesar de la esperable degradación de la cinta, y de las ediciones no autorizadas, creo que puedo entender un poco mejor qué pasaba a mi alrededor.

Recuerdo un Año Nuevo, y otro y creo que otro más. En la playa pasaban música, y seguro alguien incluso se metía en el lago helado. Yo no entendía nada. Las personas hablaban y yo miraba. Me cuesta hacer un cálculo de proporción, pero no me sorprendería si el cálculo devolviera que mis primeros dos tercios de vida los pasé en un rincón mirando a mi alrededor cómo un montón de átomos sociales chocaban entre sí mientras yo contaba arbolitos, postes, azulejos o cualquier cosa que se pudiera contar.

En los veranos, por algún motivo, las personas confiaban más en mi capacidad de finalmente aprender a pertenecer. Guadalupe alguna vez me llevó a uno de estos festejos de Año Nuevo en la playa del que no recuerdo absolutamente nada más que la sensación que tengo cuando cuento cosas en silencio para que la temperatura en el cuarto de máquinas de mi cráneo no alcance el punto de ebullición.

El problema estaba, creo, en el ensayo. Año Nuevo, hasta donde entiendo, sucede una sola vez al año. Y en tanto tiempo pasan tantas cosas que cualquier intento de aprender cómo funcionar se diluye cuando llega, finalmente, una nueva oportunidad de brillar.

Eso sí, creo que a la tercera ya me había rendido. No hago Años Nuevos, gracias.

No suelo volver al lugar al que nací.

A veces noto que lo digo como jactándome. Seguro pongo la misma cara que pone un exiliado político de un país al que si vuelve lo meten preso o lo fusilan. Un exagerado pero al menos consciente de serlo. Supongo que me ayuda a llevar con algo de paz la absoluta ausencia de gratitud hacia el lugar en el que nací.

Allí nadie me conoce. Allí nadie me recuerda. Mi mamá no cuenta así que no la contamos. Y, de verdad, desde que hace casi quince años me fui no mantuve el contacto con nadie, cero, zip, zilch, nada. Mis amigos de Bariloche viven en la misma ciudad que yo, o bien andan repartidos por el mundo.

No me escapa la ironía de que un atolondrado relato acerca de la capital invernal del país insista con el verano, pero la crisis climática se manifiesta de las maneras más inesperadas.

Quizá la largamente demorada ruptura con un pasado cuyo registro quedó bajo el agua durante la última inundación cognitiva solo venga con el tiempo. “Los libros de la mala memoria” hubiera sido una mejor elección como primera canción para aprender en la guitarra.

No lo descarto. Yo creo que algún verano voy a volver a Bariloche y nada va a importar. Pero nada de nada. Quizá vaya a ser por la compañía, y quizá esté en la forma en que una mano se puede apoyar en otra el truco para que la videocassettera haga funcionar el tracking y ande todo al unísono una vez más.

O quizá aparezcan cosas más importantes que no dejen mucho más lugar a las tonterías que nos trae el verano.

La que más me gusta es la idea de escribir sobre todos esos veranos, quizá uno por uno, quizá todos de una y mezclando fechas, lugares, colores y personas, para que no sean más veranos sino historias de verano, aunque para leer en la estación que quieras.

A veces pienso en que si podemos encontrar en el contar una buena excusa para vivir, son todas esas oportunidades en que hubiéramos querido que nada sucediera las que celebramos porque algo, en efecto, sucedió.

No sabemos exactamente qué, y algunos detalles quedaron deformados porque la cinta se estiró, pero creo que si hago algo de esfuerzo puedo tratar de mostrarte quién era quién y quizá podamos reírnos de tal o cual peinado.

Si el verano era mirar al lago y contar piedritas, quizá este verano pueda contar en cambio alguna que otra historia.

Y quizá cuando llegue Año Nuevo yo sepa exactamente cómo funcionar.

Family of Bears 🐻” by Rebecca Williams (CC BY-NC-ND 4.0)

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